Por qué Historias con Lupa

Si uno le pone una lupa a una tela aparentemente lisa descubre nudos impensados, hilos desparejos antes imperceptibles. Lo mismo pasa con la Historia. Cuando uno la mira con una lente inquisitiva, aparecen las vidas privadas, las mezquindades y los heroísmos y, en el fondo silencioso, los deseos, esos que explican de verdad las conductas. Esto queremos aquí: mostrar las historias con minúscula, los hilos imperfectos pero espléndidos que forman el tejido de la Historia con mayúscula.

Pero hay también otro modo. Una historia, esta vez de lo más íntimo, el cuerpo, escrita con imágenes. Para eso hay que ir a www.imagenesdelcuerpo.blogspot.com.

martes, 19 de noviembre de 2013

A código cerrado

Antiguo Congreso de la Nación Argentina, 
en Balcarce y Victoria (hoy Hipólito Yrigoyen), circa 1864. 
El Código Civil fue aprobado a libro cerrado, sin que hubiera habido debate, ni siquiera una lectura somera de sus más de cuatro mil artículos. No fue la única anomalía: el codificador, Dalmacio Vélez Sársfield, era también el ministro del Interior y, como tal, participó de la Comisión de Legislación que debía dar por bueno el proyecto del propio jurisconsulto, que cobraría sus suculentos honorarios del mismo Parlamento.  
No importa, el bueno de Dalmacio había redactado el Código Civil sin salirse una coma del ideario de la época. Desde luego, confirmaba la imbecilitas de la mujer, su inherente fragilidad. Perdonando el latinajo: “Mulieres sunt viris longe inferiores et animo et corpore”; las mujeres son muy inferiores en cuerpo y alma. Es lógica, entonces, la potestad marital, el poder de asistencia y protección del marido que no por nada es caput mulieris. De allí la incapacidad jurídica de la mujer casada, que quedaba bajo la tutela del marido (artículos 55 y 57). 
Quién sabe qué opinaba de estas cosas Aurelia, la culta hija de don Dalmacio, que le hizo de secretaria y trascribió los artículos donde se impedía a las mujeres aprender cualquier cosa (un oficio, un idioma, una receta) sin consentimiento de su marido. La misma Aurelia que se demoraba horas con su bienamado Sarmiento, en el saloncito a oscuras de los Vélez Sársfield.  

martes, 22 de octubre de 2013

El motorman

Puente Bosch, Riachuelo, 1930. Caras y Caretas.
El interno 75 de la línea 105, Juan el tano Vescio, tomó la última curva, esa que anunciaba el puente levadizo, a toda velocidad.
(Unos minutos antes, la chata petrolera había tocado la sirena para que el operador del puente lo levantara. El operador encendió el peligro, porque eso era esa boca abierta sobre el Riachuelo, un peligro. Chirriando de humedad, el mecanismo se elevó).
La luz roja se le vino encima. El motorman manoteó la manivela. Estaba trabada por el desgaste. Se atolondró, en vez de cortar el suministro eléctrico, tironeó de la manivela inútil mientras las ruedas del tranvía ya rodaban locas en el aire. El vagón cayó al agua negra de noche y de inmundicia.
A las seis de la mañana del sábado 12 de julio de 1930, el tranvía obrero, así lo llamaban, iba atestado de laburantes que iban a Constitución. Ellos tampoco veían nada, las ventanillas estaban empañadas de niebla. De pronto, sintieron como si bajaran rápidamente en un ascensor. Era la muerte.
“Uno de los cadáveres extraídos –escribió Raúl González Tuñón en la quinta de Crónica- era un chiquilín como de catorce años. Obrerito joven, la muerte lo sorprendió tiritando de frío en un rincón del tranvía. Cuando levantaron ese cuerpecito liviano, llamó la atención lo abultado de uno de los bolsillos de su saco. Ese bulto resultó ser un sándwich. Un pan francés abierto en dos, llevando adentro una milanesa seguramente sobra del día anterior”.

“El [accidente] que más me marcó (y mirá que son muchos), el que más me marcó fue el de un nene de once años. Todavía me acuerdo y me agarra una cosa acá [la garganta] y acá [el corazón]”. 
Testimonio de un motorman en Signos asociados al trastorno por estrés postraumático en maquinistas de trenes del Área Metropolitaba Buenos Aires que participan en accidentes de arrollamientos de personas o vehículos, Superintendencia de Riesgos del Trabajo, 2006. 
El informe describe la ansiedad, los disturbios del sueño, la culpa y la depresión que les ocasionan los múltiples e inevitables arrollamientos. De 201 maquinistas entrevistados, todos habían tenido al menos un arrollamiento.      

miércoles, 16 de octubre de 2013

De gendarmes, soldados y otras ligerezas

Daguerrotipo del Fuerte de Buenos Aires, circa 1852
El poder es un vino fuerte, se va a la cabeza. Siempre fue así. Que lo diga si no Juan José Castelli, la voz de la Revolución.
La anécdota la cuenta Manuel Moreno, el hermano de Mariano, y ocurrió en el Fuerte (donde hoy está emplazada la Casa de Gobierno) hace exactamente 203 años:
“La primera noche de sesión [de la Junta] estaba amenazando lluvia. Castelli que iba a pie y preparado contra el tiempo, al montar las escaleras, vio un soldado, que estaba allí por accidente y sin más examen, tomándole por ordenanza, le entregó a guardar el capote y paragua que llevaba. Concluida la sesión mui tarde, bajaba Castelli con [Mariano] Moreno y empezó a llamar a dicho funcionario a voces repetidas, para recuperar sus prendas, pero en vano porque el supuesto ordenanza había desaparecido con ellas, y no era conocido de nadie.
El Dr. Moreno, después de aquel incidente que causó mucho su risa, decía: Nuestro Castelli es alinierado, dando a entender que Castelli se parecía a Liniers en cierto abandono, o ligereza de carácter”.
Cosas de próceres. 

viernes, 11 de octubre de 2013

El estrés del presidente

Piquete del 8° Regimiento de Caballería 
en el velatorio de Manuel Quintana; marzo 13, 1906
Foto de Caras y Caretas
No ganaba para sustos. El mediodía era sofocante. El aire se negaba a entrar por las ventanas. Como si supiera. Era el 4 de febrero de 1905 y se le habían sublevado los radicales en todo el país. Sabía de la conspiración, pero los altos mandos no habían podido parar a algunos subalternos faltos de juicio. En eso, el secretario le dijo que José Figueroa Alcorta, el vicepresidente, le pedía una conferencia telegráfica desde Córdoba.
Tomó el papel con la cinta del telégrafo. Señor presidente, en Córdoba se ha constituido un gobierno encabezado por el teniente coronel Daniel Fernández. (¿Quién diablos es este Fernández?) Pero están dispuestos a buscar alguna salida a la situación siempre que se respete la vida y la hacienda de los insurgentes. (¡Qué salida, ni qué niño muerto!).
¿Qué salida, José?, mandó decir. Mi vida está en sus manos, Manuel, le transmitió Figueroa Alcorta. ¡Qué raro!, José nunca diría algo así. (Más tarde le contarían que a esa altura Aníbal Pérez del Viso, un inveterado agitador radical, era quien mentía al telegrafista desde Córdoba).
La cosa no pasó a mayores, pero al presidente Manuel Quintana se le salía el corazón por la boca a cada rato.
Al poco tiempo, una tarde de agosto que llovía triste, salió de su casa de la calle de Las Artes (que se llamaría Carlos Pellegrini) sin haber dormido la siesta. Cuando atravesaban plaza San Martín, un individuo empapado se subió al estribo y, sin decir esta boca es mía, le gatilló a quemarropa una Smith & Wesson, que se quedó muda.
Quintana, que también se quedó mudo, se adelantó estúpidamente. El anarquista, porque eso era, un anarquista, volvió a gatillar. Nada. De modo que salió corriendo.
El cochero azuzó a latigazos a los caballos que, con los ojos desorbitados del miedo, se lanzaron por Florida. Tan rápido iban que terminaron volcando en la calle fangosa. A Quintana, de nuevo, le salía el corazón por la boca.
Redujo al mínimo su trabajo en la Rosada. Pero la noticia de la muerte de su compadre Bartolomé Mitre lo descuajeringó del todo. El estrés, dicen, agravó una dolencia renal (o al revés, quién sabe). Lo cierto es que Manuel Quintana murió el 12 de marzo de 1906.
Pocas horas después, el teniente coronel José Félix Uriburu, jefe del 8° Regimiento de Caballería, llegó a caballo y dispuso una guarda militar en la quinta de Belgrano donde había muerto el presidente. Era el mismo Uriburu que daría el golpe de 1930. La serpiente se veía a través de la cáscara frágil del huevo.

viernes, 4 de octubre de 2013

La primera toma del Buenos Aires

La rebelión empezó con un empujón al celador, que trastabilló. Ese traspié hizo añicos su autoridad. Vino entonces la lluvia de golpes. Los puños protestaban los azotes, los crueles despertares a las cinco oscuras de la mañana, las galletas duras como piedras del desayuno.
También les cayó la golpiza a los celadores que llegaron a poner orden. No era ese orden el que querían, sino otro. Quien lo puso fue un mocito de dieciséis años. Tomarían el Real Colegio Convictorio de San Carlos (hoy Colegio Nacional Buenos Aires) como se toma una plaza enemiga. Las puertas, cerradas. Los palos y los cascotes, en la mano. Y los pusilánimes, los que no estaban dispuestos a aguantar el riñón, afuera.
El jefe de esta módica insurgencia era Juan Gregorio de las Heras, que once años después pelearía contra los ingleses en el escuadrón de Húsares de Pueyrredón. No sabemos si su condiscípulo Bernardino Rivadavia, que siempre fue algo timorato, se quedó en los claustros alzados.
Bajo llave, encontraron algunos viejos fusiles y cartuchos húmedos con los que hacer salvas de advertencia. Les intimaron rendición. Se negaron, encaramados en las rejas. Juan mandó retenes. No se les fuera a ocurrir entrar por los túneles que los jesuitas habían practicado para llegar a la iglesia de San Francisco.  
Contrariado, el virrey Pedro de Melo ordenó acudir al Regimiento Fijo de clase veterana, que estaba asentado a la vuelta. Allí fueron los veteranos, muy de fusil y bayoneta. No era moco de pavo, el Fijo había combatido a Túpac Amaru. De modo que, visto el despliegue y para evitar que corriera sangre, Juan dispuso la capitulación. Vaya uno a saber la de chirlos que se llevaron.

Refectorio del Colegio Nacional Buenos Aires, circa 1890
La rebelión de los estudiantes del Real Colegio Convictorio de San Carlos tuvo lugar en 1796, trece años más tarde de que lo fundara Vértiz, el de las Luces. En 1818, Pueyrredón creyó que le cuadraba el nombre de esa patria confusa de sus tiempos: Colegio de la Unión del Sud. En 1823, Rivadavia lo denominó Colegio de Ciencias Morales, un puntal de su fallida reforma eclesiástica. En 1863, Mitre quiso zanjar las rencillas entre crudos y cocidos, porteños y provincianos, y lo nacionalizó: Colegio Nacional Buenos Aires.  

sábado, 28 de septiembre de 2013

Al aire libre

Torre Monumental o Torre de los Ingleses 
emplazada en la por entonces Plaza Britania, circa  1910 
Allá por los años treinta, se clausuraron los prostíbulos de Buenos Aires. Las más de veinticinco mil prostitutas que había en la ciudad no sabían qué hacer. En particular las prostibuleras, que debían competir con las yirantas en las calles.
Hicieron mil y un malabares. Algunas pedían a los muchachos que tomaban el tren unos pesos para el boleto y les ofrecían la cartera o el sombrero como garantía. Esto servía para que entraran en conversaciones y, al rato, cerraran un trato de dinero por sexo.
Muchas de las mujeres paraban en las salas de espera o en los baños públicos del ferrocarril Mitre de Retiro. No pocas atendían en el bar “El vómito”, cuyo nombre estaba a la altura de su fama, pero que tenía la ventaja de permanecer abierto toda la noche.
Los tiras estaban perfectamente al tanto de estos modus operandi. Bastaba hojear la Revista Policial, como lo hizo Andrés Carretero. Los informes policiales decían que las prostibuleras hacían lo suyo en la plaza Britania, enfrente al ferrocarril. A un costado de la Torre de los Ingleses, antes de la escalera que lleva a su interior, estaban las llaves de los focos de luz de la plaza. Cuando las chicas conseguían candidatos, los llevaban allí. Una apagaba las luces y en el instante de oscuridad hacían lo que habían ido a hacer en el mullido e inclinado césped.
Claro que la policía, al ver la plaza a oscuras, la rodeaba, prendía los focos y arreaba a prostitutas y clientes a la seccional. Si había resistencia (y muchas veces la había), los agentes sacaban sus porras e iban por la calle Maipú, que casi nunca estaba iluminada.

sábado, 21 de septiembre de 2013

Aquellas primaveras

Esta imagen de Manuela y Simón es mentira. Ese 
amor temerario no sabía de retratos, ni de cárceles. 
Le guardo la primavera de mis senos y el envolvente terciopelo de mi cuerpo (que son suyos)
Así le escribía, en 1825, Manuela Sáenz a Simón Bolívar. La Libertadora del Libertador, la coronela, bajó al Perú a hacer el amor y la guerra. Cinco años después, en 1830, vino la muerte antes de la muerte: la guadaña de la tuberculosis segó a Simón como si fuera trigo maduro, que no lo era. No se sabe cómo hizo Manuela para sobrevivir los veinte y pico de años que duró posteriormente. Acaso lo hizo leyendo las cartas que se cruzaron. 

“Aquí estoy yo, ¡esperándole! No me niegue su presencia de usted. Sabe que me dejó en delirio y no va a irse sin verme y sin hablar… con su amiga, que lo es loca y desesperadamente". 
Manuela
“Pienso en tus ojos, tu cabello, en el aroma de tu cuerpo y la tersura de tu piel y empaco inmediatamente, como Marco Antonio fue hacia Cleopatra. Veo tu etérea figura ante mis ojos, y escucho el murmullo que quiere escaparse de tu boca, desesperadamente, para salir a mi encuentro. 
Espérame, y hazlo ataviada con ese velo azul y transparente…”
Simón
“Bien sabe usted que ninguna otra mujer que usted haya conocido, podrá deleitarlo con el fervor y la pasión que me unen a su persona, y estimula mis sentidos. Conozca usted a una verdadera mujer, leal y sin reservas". 
Manuela

sábado, 14 de septiembre de 2013

Ni alumbrado, ni barrido, ni limpieza

Mariano Acosta (1825/1893), en aquel entonces gobernador de Buenos Aires, tenía unos bigotes como manubrios. No es mucho más lo que se puede decir de su anodina gestión porteña. Ni siquiera pudo con la basura de aquella ciudad que todavía olía bosta y aún no estaba federalizada. 
Los porteños sacaban la basura en latas de kerosene vacías, cajas de jabones y, a veces, ni siquiera eso. Lo hacían irregularmente porque las chatas y los carros recolectores no pasaban de noche sino de vez en cuando. En el verano, el olor era insoportable. 
De allí la sanción de un impuesto mensual (sic) para “la extracción de basuras” en el invierno de 1874. El gravamen, como pide cualquier elemental principio de equidad, era progresivo. Había una tabla de escalones que iban de 100 a 5 pesos, que vaya a saber si eran fuertes o qué porque tuvimos un único peso moneda nacional recién en 1881. 
El caso es cómo discernieron quién tenía que pagar qué. Por ejemplo, las amuebladas debían poner 100 pesos. Las chancherías, 50. ¿Las amuebladas producían más basura que las chancherías?

sábado, 7 de septiembre de 2013

Recuerdos de provincia

Christiano Junior. Mendoza moderna. Vista general de la 
Plaza Independencia, tomada de la calle Unión. 1880
Mendoza era sus canales y sus acequias. El agua compartida era la matriz de una sociedad desde luego pueblerina. El riego requería relaciones de cooperación, no importa si de amistad, con los vecinos. Como fuere, todos se conocían los paños. Por eso sorprendió el barullo que levantó el jefe de Policía aquel otoño de 1850.
Parece ser que el señor Administrador de Correos le entregó una valija sospechosa. Parece mentira que una valija fuera sospechosa, pero así fue. Y eso que decía, inocentemente, Impresos, Vida de J.C. (Jesús Cristo, suponemos). Cuando el saco de cuero fue abierto, había allí trece números del “inmundo libelo La Crónica que redacta en Chile el salvaje unitario Sarmiento”. Además traía “el libelo publicado por el mismo infame salvaje unitario que se titula Recuerdos de provincia”.
Dentro del libelo y acomodado con gran precaución, venía una pérfida incendiaria carta. No tenía firma pero ya se sabe cómo se las gastaba el sanjuanino exiliado. “Siga usted en su método indirecto de tertulias –instruía Sarmiento a don Francisco Llerena, seguramente inmundo- en que mezclándose personas bien intencionadas aunque federales, vayan despertando y agrandándose de ideas de socialismo [sic] en odio al bárbaro y salvaje despotismo…”
Después de una severa investigación, el asunto quedó en aguas de borrajas. Eso sí, los ejemplares de La Crónica fueron quemados públicamente el Sábado Santo en las manos del monigote que representaba a Judas. Qué embromar.    

sábado, 31 de agosto de 2013

Leonardo y Mariela

Todo empezó poco antes de la feria judicial, allá por diciembre de 1993. Un juez anuló las partidas de nacimiento de tres menores que Mariela Muñoz había criado de chiquitos y anotado a su nombre. Es que Mariela no era Mariela, sino Leonardo.
Nunca se sintió a gusto en su cuerpo de varón. La solución estaba en Chile, donde las intervenciones quirúrgicas eran accesibles. Allá se quitó los genitales masculinos. Acá le quitaron los chicos.
“A mis hijos nunca tuve que mandarlos a pedir –dijo-, siempre salí a buscar el peso para que no les falte nada, y se criaron sin padres, sin madres biológicas. Yo hice los dos roles como cualquier mujer o varón que se queda viudo o se separa”.
Hacía casi una década que el criterio bipolar masculino/femenino se había tambaleado con el régimen de patria potestad compartida. Pero la justicia atrasaba. Inesperadamente, la sociedad no. Cuando Mariela apareció en todos los medios pidiendo siquiera un régimen de visitas, la gente se puso de su lado.
Finalmente, los chicos volvieron a su hogar. Y, en 1997, le dieron un nuevo documento en el que cambió el Leonardo por Mariela, su nombre de verdad. 
En 2010, se sancionó el matrimonio igualitario y se modificaron las pautas de adopción. La brecha abierta por Mariela se había hecho camino. 

sábado, 24 de agosto de 2013

Suicidio en Buenos Aires

El Watson’s Hotel y la Iglesia de la Inmaculada Concepción 
(La Redonda), circa 1860
La bala perforó la sien y buscó instantáneamente su destino de muerte. La otra, igual. Fueron dos detonaciones. Las dos salieron de un cuarto del Watnson’s Hotel; tal vez hayan tenido su eco en la recova, al costado de la Inmaculada Concepción, en el barrio de Belgrano. Las sangres derramadas de Julius y Theresa iban formando un espejo sobre piso.
Esto fue un 3 de mayo de 1878. Cinco días antes, habían llegado desde Hamburgo el matrimonio formado por Karl Scheiber y Theresa con sus tres hijos y un amigo de la familia, Julius Rohlfs. Quién sabe cuándo empezó el romance entre Theresa y Julius, pero dos días después del desembarco, ella desapareció del Hotel de Inmigrantes.
Karl los encontró en el Watson. Intimó a su mujer a que lo acompañase. Cuando ella fue a buscar su sombrero (ninguna mujer se atrevería a salir a la calle sin sombrero, aun en esa circunstancia dramática), su amante le descerrajó un disparo en la sien. Todavía no se había acallado la detonación cuando él también se pegó un tiro.
Era un pacto suicida. Julius dejó un papel donde decía: No he hecho sino lo que hubiera hecho cualquier hombre honesto, quitando al tirano la víctima, a la que durante seis años la hizo una vida de penas.

sábado, 17 de agosto de 2013

La primera vez

Calle de Buenos Aires, circa 1960
“Yo nunca había mantenido relación sexual con una mujer. Desde ese momento comencé a imaginarme mi comportamiento como hombre conocedor y «canchero». Acostarme con una prostituta me pareció lo más natural. Todos mis amigos mayores ya lo habían hecho antes. (…) Cuando mi amigo me dijo «Ahora te toca a vos», avancé rápido. Pero con paso pesado y firme. Cuando llegué junto a la mujer y al pequeño farol que la iluminaba, mis pasos quedaron detenidos y sin iniciativa. Percibí como un murmullo que partía de ese cuerpo abierto en cruz: «¡Vamos pibe!, que todavía faltan muchos». No recuerdo con exactitud si me dejé o me saqué los pantalones. Pero lo que recuerdo con absoluta exactitud fue el vértigo que se apoderó de mí. Me vi tirado sobre el cuerpo caído eyaculando en el mismo instante en que supongo se introdujo el miembro, mientras escuchaba como un susurro en mi oído que decía: «¡Qué rápido sos pibe!»”

Julio Mafud, La revolución sexual en la Argentina, Buenos Aires, 1966

sábado, 10 de agosto de 2013

Ponme la mano aquí

María Constancia Macorina Caraza Valdés o  
María Macorina Calvo Nodarse (1892/1977)
Está hecha de la espuma de las olas del Malecón de La Habana. Se alza sobre la ola de su leyenda, pero el viento se la lleva, la devuelve al mar y todo vuelve a empezar; un mito que, como todo mito, es circular.
María Constancia Valdés (1892/1977) se hacía llamar María Calvo Nodarse (No-darse, ella, que tanto se había dado).
Macorina, le decían, pero por error. Una noche, en el Paseo del Prado, un borracho la confundió con la cupletista Fornarina y con la boca pastosa gritó: ¡Ahí va la Macorina! Aquella equivocación le quedó para siempre.
Chavela Vargas dijo haberla conocido: “…una mulata hija de negra y un chino; un ejemplar femenino que solamente lo he visto en Cuba. Macorina tenía un color de piel exacto a la hoja de tabaco. Sus ojos eran verdes y tenía cabellos lacios que le llegaban a la cintura”. Mentira, la licencia de conducir (la primera que tuvo una mujer en la isla, por eso el Cundo la pintó en su descapotable) la muestra blanca blanquísima, con el pelo negro a la garçon.
Nada en la Macorina era cierto. Sólo su leyenda.
Se rumoreaba que era la amante del mayor general José Miguel Gómez, que tiene un fastuoso monumento en La Habana, como si los cubanos no pudieran olvidarse de aquel liberal que fue su segundo presidente. Tiburón, le decían porque en sus papeletas electorales rezaba: “Ya sea gente pobre o gente rica, / todos copian de un mismo refranero: / Se baña el tiburón, pero salpica”. El tiburón mordía del erario público, pero también salpicaba a sus acólitos.
Acaso por consejo de Macorina, el mayor general autorizó la riña de gallos en La Habana. Pero no era por sus recomendaciones que andaba con ella. Andaba porque al ver su “talle tan fino, las cañas azucareras se echaban por el camino para que tú la molieras como si fueras un molino”. Al menos eso escribió Alfonso Camín, que durante años fue famoso por la canción que cantó Chavela como ninguna (ver más información).
O tal vez porque al salón de Macorina concurrían los brujos de la Regla Kimbisa, de la religión de origen congoleño Palo Monte. Allí eran discretamente abordados por los políticos que necesitaban algún “trabajo”; quién sabe si el Tiburón no habrá encargado más de uno.
Aquella Dama de las Camelias tropical conoció la gloria corrupta de los haciendas de azúcar y la devastación de la vejez que disipó “aquel olor a mujer de mango y caña nueva”. Quedó en la miseria. Al parecer, terminó regenteando un burdel en la Marina.
Un verano de 1986, once años después de su muerte, tiraron sus huesos secos al osario común. No queda nada de ella. Salvo aquella estrofa célebre que en Sierra Maestra los guerrilleros habían cambiado: “Ponme la mano aquí, Macorina, para tapar la herida que me dejó la bala de la Revolución”. Ponme la mano aquí, Macorina.

sábado, 3 de agosto de 2013

Casas de humo

Hubo una época en que los argentinos pitaban nacional. Las tabacaleras mundiales no llegaban a estas playas lejanas. Había muchas compañías de tabaco de entrecasa y alguna que otra de envergadura, como Piccardo, que producía los famosos 43.
El mercado de los cigarrillos habanos (que no eran puros sino cigarrillos de tabaco negro que, a veces, era de origen cubano) era ferozmente competitivo. La identificación del producto era, desde ya, fundamental. Algunos publicistas de aquel entonces registraron marcas asociadas con caudillos populares, como los Santo y Seña (cuya bajada decía Roca o nadie), los Don Hipólito y aun los Perón más tarde. Un modo de fidelizar al consumidor, diría un especialista en marketing.
Pero la marca no lo era todo. También se apelaba a concursos. Si uno juntaba 150 figuritas de los Monterrey ganaba una suscripción gratis por un trimestre a la revista Caras y Caretas. Con 300, un semestre y con 500, un año.
En 1909, Juan Posse (Compañía General de Tabaco) rompió los moldes. El hombre tenía sus veleidades. Ya había contribuido a la repatriación de los restos de San Martín, ahora quería fundar un pueblo en la provincia de Buenos Aires.
Compró 759 hectáreas en el partido de Merlo a la Oficina de Tierras. Apalabró al antiguo Ferrocarril del Sud para que instalara una estación de tren en el ramal Merlo-Lobos. Sólo faltaba sembrar la semilla de la población. Lanzó, entonces, un concurso: si uno presentaba 500 marquillas vacías de los cigarrillos habano Mitre de 20 o 30 centavos, se hacía acreedor a un lote de 280 m2.
“Ya son muchas las personas que gracias a nosotros conocerán este año que empieza las delicias de tener casa propia –decía en un aviso de Caras y Caretas-. Antes de terminar el año 1910 tendrán todo un hogar libre de las angustias que proporciona el alquiler y habrán obtenido para sus familias el feliz privilegio de vivir contentos y confortablemente en Villa Posse [el apellido del emprendedor don Jorge], el hermoso y moderno pueblo que hemos fundado para regalarlo”. Un pueblo de fumadores, dijo un chusco, que nunca faltan.
Como fuere, Posse entregó 15.000 lotes, 60 casas y un chalet, lo que aumentó las ventas de los Mitre… y valorizó las tierras de la villa, que terminaría llamándose Mariano Acosta.
Como siempre, hubo vivillos: las marquillas vacías llegaron a venderse a 10 centavos, la mitad del precio de los atados de 20.

sábado, 27 de julio de 2013

La vaselina

Cualquiera sabe que la vaselina es una mezcla homogénea de hidrocarburos saturados de cadenas de más de veinticinco átomos de carbono que se obtiene de la parafina y aceites densos del petróleo. Que es hidrófoba y que el punto de ebullición está sobre los 350° centígrados. 
Las abuelas saben bien que una friega de vaselina tibia alivia los dolores de espalda. Y que nada mejor para las ampollas en los pies y las grietas en las fosas nasales causadas por la alergia.
Todo el mundo sabe para qué sirve la vaselina. Salvo la Bella Dorita, que está cerca de su noche de bodas. La mamá le regaló un pote de vaselina. Dicen las viudas y las casadas que con la vaselina no se nota nada.
Pero la niña no sabe para qué es ni en qué sitio la pondrá.
No hay nada que hacerle, habrá que escuchar este cuplé de 1933: http://www.youtube.com/watch?v=bt2IRPxJerE

sábado, 20 de julio de 2013

Loco de amor

Martín Jacobo Thompson, anónimo, s/f
Es una de las cartas de amor más bella de la historia. Sólo que Mariquita Sánchez no la escribió a su esposo, sino a su asistente, Joaquín.
Hacía rato que Martín andaba tonteando por las calles de Washington, vestido de levita cortona y apolillada, manoseando inmoderadamente a sus interlocutores. “Mr. Mariquita”, le decían los yanquis inmisericordes.
Martín Jacobo Thompson, agente diplomático de las Provincias Unidas del Sur en los Estados Unidos, estaba irremisiblemente loco y volvía a Buenos Aires con el único abrigo de Joaquín, que lo cuidaba como a un niño. Por eso Mariquita le escribió:
Te encargo comprar para el viaje todo lo que sea preciso para que Martín sea bien cuidado. Quiero decirte café, azúcar, algunos bizcochos, dulce, algunas cosas que tú sepas le puedan servir sin atenerse a lo que darán en el buque, porque los buques mercantes no son como los de guerra, donde se come y en abundancia. Así compra todo lo que puedas para que lo tome a la hora que quiera sin tener que andar pidiendo. Te encargo también que le hagas hacer una levita de paño, buena, y un fraque, dos docenas de camisas para que lo mudes muy a menudo, corbatas, pantalones y todo lo demás. Cuidado, que no lo traigan mal vestido, sino como yo lo vestía cuando estaba aquí bueno.
En nada, Joaquín, quiero que lo traten como a un débil enfermo, sino como a mi marido.
Lo malo de la carta era la fecha: 26 de mayo de 1819.
Malo, decimos, porque tres meses antes de aquella carta sin duda amorosa, un acalorado 25 de febrero, Mariquita había intercambiado secretamente anillos de enamorados con su maestro de piano, Jean-Baptiste Washington de Mendeville.

Martín Jacobo Thompson, el personaje

sábado, 13 de julio de 2013

Ha pasado un ángel

Las señoras bien que venían de Europa solían traer en sus baúles negros los Usages du monde: règles du savoir-vivre dans la société moderne, un manual de buenas maneras de la baronesa Staffe, que de baronesa no tenía nada. La consigna del libro era propia de la reprimida burguesía de fines del siglo XIX: en la conversación, decía, “hay que hacer intervenir a uno mismo lo menos posible, es casi siempre un tema molesto o aburrido para los demás”. En una palabra, hay que quitar el cuerpo.
Madame Staffe enseñaba cómo administrar las insustanciales conversaciones de salón. Alertaba contra esos silencios que suelen ocurrir en las conversaciones; esos silencios abruptos, incómodos, desconcertantes que, de pronto, se instalan en el diálogo. 
Lo malo de esos silencios es que alteran los ritos del diálogo. Hacen que uno se sienta torpe, balbuceante. Hacen que la intimidad quede expuesta a la mirada de los demás. El silencio se hace cuerpo, cuerpo desnudo, escrutado. Un horror.
Cualquier caballero de los nuestros le hubiera dicho a la falsa baronesa que en estas tierras hay un modo de conjurar esos silencios perturbadores. Cuando las señoras no saben momentáneamente qué decir, al cabo de un instante una de ellas dice: “Ha pasado un ángel”. Entonces alguien inclina la cabeza, alguien dice una nadería. Y el cortés carruaje de la conversación reemprende su camino. 
La costumbre proviene de aquella época en que, ante la mención de un difunto, se le hacía la ofrenda de un breve momento de silencio. Una especie de “En paz descanse”. Después se invirtieron el significante y el significado. Cuando se producía un silencio repentino, alguien largaba el aliviador “Ha pasado un ángel”, una metonimia del muerto. Esto es, se menciona un ángel aéreo, sin cuerpo, como un conjuro para la brutal exposición del cuerpo que abre el vacío de la palabra. 
Al parecer, los ángeles van y vienen sobrevolando las conversaciones de los pobres mortales. Cuando alguien menta alguna desgracia (algo como “Para vivir tan mal, mejor me muero”), alguno de los interlocutores advierte: “¡Cuidado, no sea cosa que pase el Ángel Amén!”
En efecto, si pasa el Ángel podría completar la frase agorera: “Para vivir tan mal, mejor me muero”. “Así sea” (éste es el significado de “amén”), podría decir el Ángel Amén al paso. Y tal cual, se muere. Parece mentira el poder que tienen las palabras. Palabras magas.

sábado, 6 de julio de 2013

No se planchan jamás

Eran los años 60. La gente se paseaba con Rayuela de Cortázar bajo el brazo. Los jóvenes vivían con el Winco a todo lo que daba. La Minujín escanzalizaba a los burgueses poniendo La Menesunda en el Di Tella. “A tres cuadras de un Jockey Club que no se resolvía a resurgir de sus cenizas –ironizaba Halperín Donghi-, una institución que llevaba el más célebre de los nombres surgidos de la nueva burguesía industrial [Di Tella] ejercía en el más alto nivel el arbitraje de las modernas elegancias".
Hasta las elegancias se reinventaban en aquella época. En 1969, se promovían unas innovadoras camisas. “Cada detalle de la camisa Lavi-Listo, lleva la marca inconfundible de su calidad exclusiva –decían los avisos- Por eso, usted se identifica con ella”. Quienes verdaderamente se identificaban eran las amas de casa, puesto que la tela con acrocel no requería planchado.
Los años 60 eran un trapicheo. Por un lado, la pastilla anticonceptiva, los hippies, el Mayo francés. Por el otro, los militares, la censura, la clausura de Primera Plana. Junto a un aviso de las Lavi-Listo, se leía: "La policía detiene a catorce extraños de pelo largo que pretendían asistir a un peligroso recital de rock". 

sábado, 29 de junio de 2013

Las damas mendocinas

Francis Bon Head (1793/1875)
Cuando sir Francis Bon Head llegó a Buenos Aires, en 1825, se bebía las pampas. Venía a hacerse cargo del fabuloso Cerro de Famatina. Lástima que en La Rioja se topó con el hirsuto Facundo Quiroga y todo se fue al diablo.
Con el genio avinagrado, el primer baronet del Honorable Concejo de Su Majestad se fue a Mendoza. Allí descubrió, asombrado, que las damas mendocinas (quién sabe si no alguna de las que bordó la bandera del Ejército de los Andes) se bañaban en el río… desnudas.
Al menos así lo escribió en Las Pampas y los Andes. Notas de viaje (1825-1826):
"Difícilmente se dará crédito a que, mientras la Alameda mendocina está llena de gente, mujeres de todas las edades, sin ropas de ninguna clase o especie, se bañaban en gran número en el arroyo que literalmente limita al paseo. Shakespeare nos dice que “la más cautelosa doncella es bastante pródiga si descubre sus encantos a la luna", pero las damas de Mendoza, no contentas con esto, se los muestran al sol; y tardes y mañanas, realmente se bañan sin traje alguno en el río Mendoza, cuya agua rara vez llega arriba de las rodillas, hombres y mujeres juntos; y por cierto, de todas las escenas que he presenciado en mi vida, nunca vi otra tan indescriptible." 
No sería para tanto.

sábado, 22 de junio de 2013

Viejas de 25

Publicidad de "La Fitina", 1909
En los 900, las mujeres de más de veinticinco años envejecían como una hoja que amarillea en abril. No era mucho lo que podían hacer. Pero debían hacerlo. Para eso en la mesa de toilette –decía La Nación- debía haber un arsenal de afeites sencillos. “Grasa de cerdo benzoatada para las manos agrietadas. Manteca de coco para fortalecer las cejas. Aceite de almendras dulces para las uñas quebradizas. Avena fina para suavizar el agua. Polvo de tiza precipitada como dentífrico. Vino blanco como agua astringente. Agua de alhuceña para añadir un poquito al agua de lavarse. Agua de saúco para refrescar la cara cuando está muy encendida”.
La cara “muy encendida” era señal de un desequilibrio nervioso, alguna emoción inconfesable, sin control. Nada mejor, entonces, que la Fitina. “Me he puesto así, linda, con el uso de la Fitina”, dice esta bella muchacha envuelta en gasas negras. Que, seguramente, pasó los veinticinco. 

sábado, 15 de junio de 2013

Los nuestros y los otros

En la escuela se enseña que el Telégrafo Mercantil, Rural, Político, Económico e Historiográfico del Río de la Plata, fundado en el otoño de 1801 a instancias de Manuel Belgrano, fue el primer periódico de Buenos Aires. Ahí escribían Lavardén, Castelli, el propio Belgrano. 
Lo que no se dice es que el bendito Telégrafo Mercantil fue un dispositivo de enclasamiento de la burguesía incipiente. Es cierto que el periódico inauguró el vocablo argentino para aludir al Río de la Plata o, más precisamente, a Buenos Aires. Pero su función consistía, antes que nada, en definir quién era quién en aquella sociedad magmática que quería ingresar de lleno al capitalismo. 
No es que al editor, el probritánico Francisco de Cabello y Mesa, le faltaran luces. Al contrario, desde el principio dividió las aguas: una cosa eran los propios y muy otra los ajenos. Los incluidos y los excluidos. 
Los que podían ingresar a la Sociedad Patriótica Literaria y Económica asociada al periódico eran los Españoles nacidos en estos Reynos, ó en los de España, Christianos viejos y limpios de toda mala raza. No podía entrar ningun Extranjero, Negro, Mulato, Chino, Zambo, Quarteron, o Mestizo, ni aquel que haya sido reconciliado por el delito de la Heregia, y Apostasía, ni los hijos, ni nietos de quemados [en las hogueras de la Inquisición]… Los nuestros y los otros. 
En una palabra, la Sociedad porteña habría de componerse de hombres de honrados nacimientos, y buenos procederes. Todavía más de uno se pregunta qué quería decir eso de “buenos procederes” en aquella sociedad de viejos contrabandistas.

sábado, 8 de junio de 2013

Señoritas eran las de antes

Las docentes no deben ir a la escuela sin medias. La prescripción del Consejo Nacional de Educación es ociosa. ¿A qué maestra decente se le ocurriría dar clase con las piernas desnudas?
Cualquier sabe que, en los años 20, el magisterio no es un empleo sino un apostolado. Por eso en los barrios respetan a las maestras tanto como a los doctores. Ni pensar que usen colorete o que muestren las pantorrillas.
En todo caso, en 1923, el Consejo de Educación obliga a las maestras a suscribir un contrato por ocho meses (no por doce, claro está) en el que “la señorita" acuerda:
  1. No casarse. Este contrato quedará automáticamente anulado y sin efecto si la maestra se casa. 
  2. No andar en compañía de hombres.
  3. Estar en su casa entre las ocho de la tarde y las seis de la mañana, a menos que sea para atender una función escolar.
  4. No pasearse por las heladerías del centro de la ciudad.
  5. No abandonar la ciudad bajo ningún concepto sin el permiso del presidente del Consejo de Delegados.
  6. No fumar cigarrillos. Este contrato quedará automáticamente anulado y sin efecto si se encontrara a la maestra fumando.
  7. No beber cerveza, vino, ni whisky. Este contrato quedará automáticamente anulado y sin efecto si se encontrara a la maestra bebiendo.
  8. No viajar en ningún coche o automóvil con ningún hombre excepto su hermano o su padre.
  9. No vestir ropas de colores brillantes.
  10. No teñirse el pelo.
  11. Usar al menos dos enaguas.
  12. No usar vestidos que queden a más de cinco centímetros por encima de los tobillos.
  13. Mantener limpia el aula: a) barrer el suelo del aula al menos una vez al día, b) fregar el suelo del aula al menos una vez por semana con agua caliente y jabón, c) encender el fuego a las siete, de modo que la habitación esté caliente a las ocho cuando lleguen los niños y limpiar la pizarra una vez al día.
  14. No usar polvos faciales, no maquillarse ni pintarse los labios.

Fuente:La Revista del Consejo Nacional de la Mujer Año 4, Nº 12, marzo1999, Buenos Aires.

sábado, 1 de junio de 2013

Una costumbre que suele tener la gente

Hubo un tiempo en que los velatorios eran una fiesta. Si se podía, se ponía al difunto en una habitación que diera a la calle, con las ventanas entreabiertas, de modo que uno pudiera pispear desde la acera. Los deudos obsequiaban a los dolientes con algo que, si no era una cena, se parecía bastante. No era raro que después ocurriera una partida de truco o de monte para distraerse un poco. Antes del entierro, el carruaje y el cortejo fúnebres daban una vuelta a la manzana para que los vecinos se enteraran y el finado se despidiera del barrio.
Únicamente las personas distinguidas se velaban en un salón. Tal vez con el propósito de promover la demanda (de servicios fúnebres, porque la demanda de muertos era inelástica), en 1909, la casa Lázaro Costa ofrecía: “Á los pobres de solemnidad, que justifiquen ser tales, se les harán los servicios funerarios gratuitamente”.
Casi seguro que Lázaro Costa atendía las veinticuatro horas del días, por aquello de que nunca se sabe. De allí que tuviera dos teléfonos: el de la Unión Telefónica del Río de la Plata, de los ingleses, y la Sociedad Cooperativa Telefónica. No había más que llamar: había servicios con cuatro caballos desde 150 pesos.
Todavía no se había acallado el horror de Rufina Cambaceres. Cuentan que, siete años antes, al abrir ocasionalmente el ataúd de la niña muerta, la encontraron a de espaldas, con la cara rasguñada por sus propias uñas. Dicen que habría tenido un ataque de catalepsia y que fue enterrada viva.
Algunos tinterillos escriben que desde entonces se empezó a velar a los muertos durante, al menos, veinticuatro horas; lo que don Lázaro Costa habría visto con beneplácito. No es cierto. Muchos años antes, en 1868, el presidente Sarmiento dictó una ordenanza según la cual ningún cadáver podía ser inhumado hasta pasadas las treinta horas de su muerte. Más aún, el finado debía estarse quietecito en su ataúd con la tapa sin clavar y, por las dudas, con un cordel atado a un dedo con una campanilla. Tanto era el pánico a un entierro prematuro. 

sábado, 25 de mayo de 2013

El muy noble Señor Azcuénaga

Miguel de Azcuénaga (1754/1833)
Miguel de Azcuénaga era un jugador empedernido. Dejó fortunas en juegos ilícitos. No hubo retos ni amonestaciones que lo disuadieran de tan feo vicio.
No somos nosotros quienes lo decimos, sino don Vicente, su padre.
Es cierto que en el Buenos Aires tardocolonial, acaso por aburrimiento de tanto río y tanta pampa, todos jugaban. Se jugaba a las bazas, al truquiflor, a la veintiuna, a los bolos. Caballeros y los que no lo eran se jugaban la camisa, los calzoncillos y hasta los estribos si era necesario.
Pero, la verdad, pareciera que don Vicente exageraba un poco. Nos parece necesario, otra vez, hacer algo de historia mínima.
Los Azcuénaga eran riquísimos, sobre todo después de que don Vicente se había casado con María Rosa de Basalvibaso, una de las familias más acaudaladas de la villa. Vinieron los hijos y el clan fue creciendo.
No fue raro que el pater familias quisiese ennoblecerse fundando un mayorazgo, una disposición para perpetuar el lustre y decoro de mi familia. Así, su primogénito heredaría la mayor parte de sus muchos bienes, con lo que se consolidaría el linaje del vizcaíno.
No había inconvenientes. Entre los Azcuénaga no había judíos, ni moros, ni negros. Y en la foja de servicios de Miguel decía bien clarito: condición, noble. De ello dieron testimonio una serie de personajones, entre ellos Cecilio Sánchez de Velazco, padre de Mariquita Sánchez, y Pedro Díaz de Vivar, nuestro modesto campeador.
Todo era miel sobre hojuelas. Hasta que, de repente, don Vicente quiso revocar la donación. Que Miguel jugaba, que le contestó mal cuando se lo reprochó, que era un rebelde, que patatín que patatán.  
Sabía que la revocación no le caería bien a su primogénito. Por eso en su testamento advirtió:...si en la prosecución del pleito el referido don Miguel, mi hijo, se excede en palabras y razones injuriosas contra mi honor, fama y buena reputación, o quisiere temerariamente impedir el cumplimiento de mi última voluntad o pusiera estorbos o maquinase persecuciones contra mis albaceas a fin de que no cumplan con sus deberes... es mi voluntad desheredarlo.
El mayorazgo era una antigua institución que favorecía la reproducción social de los señores feudales, algo que poco tenía que ver con el capitalismo que asomaba en el horizonte. De hecho, en España mismo casi había caducado.
En el Río de la Plata, los comerciantes no fundaron mayorazgos sino que acrecentaron sus caudales casando a sus hijas con otros mercaderes. Es lo que hizo don Vicente, que casó a Flora con el acaudalado Gaspar de Santa Coloma, a quien nombró su albacea.
Miguel no aceptó el deseo del padre ni aun después de su deceso. Llevó a juicio su pretensión de primogenitura. Durante más de cinco años peleó vanamente contra su hermano Domingo y sus concuñados que, naturalmente, querían una repartición igualitaria de la herencia. 
Una década más tarde, el muy noble señor Miguel de Azcuénaga, que se creía con derecho al aristocrático mayorazgo, se convirtió en vocal de la democrática Junta que será conocida como la Primera. Toda una contradicción. 

viernes, 17 de mayo de 2013

Pelea de gatas

María Saturnina Bárbara Otálora, Jean Philippe Goulú, 
1828, Museo Histórico de Buenos Aires Cornelio Saavedra

Ay Moreno de mi corazón, no tengo vida sin vos, le escribía María Guadalupe Cuenca a Mariano, al que Saavedra había diputado al mar. Se fue mi alma y este cuerpo sin alma no puede vivir.
Guadalupe era los ojos y los oídos de Mariano Moreno en Buenos Aires. Le informaba detalladamente qué pasaba en la Revolución ya fatigada pese a que era tan joven.
Le decía: No se cansan tus enemigos de sembrar odio contra vos, ni la gata flaca de la Saturnina de hablar contra vos en los estrados y echarte la culpa de todo.
La gata flaca era María Saturnina Bárbara Otálora, la mujer de Saavedra. Era la misma a la que un capitán borracho le había ofrecido la corona de azúcar que adornaba una torta en su condición de esposa del “primer Rey y Emperador de América”. No sabemos qué hizo la Saturnina, pero sí Moreno, que descerrajó el conocido decreto de supresión de honores contra las ínfulas del presidente de la Junta que se creía virrey.
La cláusula 13ª parecía especialmente escrita contra Saturnina: Las esposas de los funcionarios públicos políticos y militares no disfrutarán los honores de armas ni demás prerrogativas de sus maridos: estas distinciones las concede el estado a los empleos, y no pueden comunicarse sino a los individuos que los ejercen.
No era extraño que la mujer de Saavedra anduviera por los estrados de las casas principales hablando entre dientes contra Moreno.
En verdad, nada de esto importaba ya. La carta en la que Guadalupe señalaba a la gata flaca estaba fechada el 25 de mayo de 1811. Mariano Moreno había sido echado al mar ochenta días antes.

sábado, 11 de mayo de 2013

No, Angelita

Ángela María Castelli Lynch (1794/1876)

El Tribuno de la Patria, el jacobino que fusiló a Liniers, el hombre que se paró sobre las ruinas de Tihuanaco para gritarles la libertad a los indígenas, Juan José Castelli, no consintió que su hija se casara con quien ella quería.
El pretendiente era Francisco Javier de Igarzábal Echeverría, edecán y secuaz incondicional de Saavedra, le hace decir Andrés Rivera en “La revolución es un sueño eterno”.
Cuando Castelli andaba por Huaqui perdiendo para siempre lo que sería Bolivia, la madre de la niña había firmado esponsales. Eran esposo y esposa, no necesitaban esperar el “accidente” de la boda para tener acceso carnal. Romper, entonces, la palabra de casamiento era un escándalo.
Los tórtolos (y, sobre todo, la tórtola) pusieron el grito en el cielo. No hubo caso, con el habla ya dificultada por el cáncer de lengua, el padre reiteró su oposición. Le asistía derecho porque la niña era menor.
El no de los hombres a la madre España estuvo antecedido por el no de las niñas a los mandatos paternos. A Angelita le pasó algo parecido a las hermanas Rivadavia y después a Mariquita y Martín y más tarde a Vicente y Antonina, quienes se alzaron contra los  designios matrimoniales de sus padres, amparados por las pragmáticas monárquicas. Era la revolución antes de la Revolución.
Ahora, en 1812, en plena Revolución, los padres seguían desplegando los viejos mandatos. Una cosa era la ruptura política y muy otra el rompimiento en la intimidad de las familias.
Una mujer no “puede ser feliz –reprochaba, sin embargo, la radical hoja El Grito del Sud de la no menos radical Sociedad Patriótica- si no ha elegido con libertad al hombre a quien se halla vinculada y, sobre esta materia, ¿qué ha hecho el gobierno?”. No sólo no había hecho nada, sino que punía los desvíos.
Angelita tomó la libertad en sus manos. Se hizo raptar por Francisco a quien consideró su esposo. Aquello no era de damas patricias. El rapto era, más bien, una costumbre de las estancias y los fortines salvajes. Esa temeridad suponía el desfloramiento de la niña. No quedaba más que el matrimonio redentor.
El Triunvirato tomó tardías cartas en el asunto. Condenó a Francisco a dos años de destierro a más de cuarenta leguas de Buenos Aires. Y a Ángela la condenó a confinamiento de dos años en el colegio San Miguel. La Revolución no era todavía la revolución.

martes, 7 de mayo de 2013

Fajan a un niño


A nuestros próceres los fajaban. Los envolvían en una interminable faja encima durante los primeros cuatro meses. Parecían troncos que miraban bizcamente. Después los liaban dejándoles los brazos libres otros seis meses más. Apenas los desenvolvían cuando se emporcaban y, a veces, ni eso.
Las madres argumentaban que, si se los dejaba sueltos, incoordinados como son los bebés, podían arañarse, sacarse los ojos. Si se los dejaba libres, decían, se sentirían aterrorizados al ver su propio cuerpo. Como ellas, que ni siquiera se desnudaban para bañarse.
Después los lazos se aflojaron. Un periódico de Madrid declaró que la apañadura de los niños los agarrotaba (en el sentido del garrote vil con que se ejecutaba a los criminales). La misma postura adoptó el porteño Semanario de Agricultura, Industria y Comercio, que que en más de una ocasión plagiaba lo que venía de España. A principios del siglo XIX, don Vieytes mandó decir que los andadores y las fajas eran costumbres nocivas, poco naturales.
Estas recomendaciones no surtieron un pronto efecto. En pleno siglo XX se siguió fajando a los chicos, tanto literal como metafóricamente.
Como fuere, aquellas fajas de los niños eran un anticipo de lo que serían las sujeciones sociales en la vida adulta. En los tiempos modernos ya no se necesitaron las fajas explícitas. Había otras ataduras, más sutiles. 

sábado, 27 de abril de 2013

De las almorranas


¿A quién se le ocurre hablar de almorranas (también dichas hemorroides, por eso del flujo de sangre donde no debiera fluir) en el Telégrafo Mercantil, Rural, Político-Económico e Historiográfico que, se supone, debe ser el vero “retrato político-moral del gobierno secular y eclesiástico, antiguo y moderno de la sierra del Perú”? Y, sin embargo, a alguien se le antoja esa letrilla escatológica firmada por un tal “Poeta Médico de las Almorranas”. Es lógico que el detestable autor de este poema, es un decir, no dé la cara. Véase, si no:
              ¿Hasta cuándo traidoras almorranas,
después de quedar sanas
y ya purificadas
volvéis a las andadas?
¿Por qué irritáis con bárbaro perjuicio
la paz del orificio
que, acostumbrado a irse de vareta,
su posesión nadie inquieta,
y en lícitos placeres
hace sus menesteres?
No le deis más tormentos:
dejad que expela, en paz, sus excrementos
Se infringe claramente una norma no escrita de la decencia: el cuerpo no se publica. Mucho menos en el Telégrafo de Su Majestad. El virrey del Pino castiga la osadía: el 17 de octubre de 1802 clausura el pasquín por “procacidad”. Faltaba más. 

sábado, 23 de marzo de 2013

Un poema del carajo


Al pan, pan. Al vino, vino. Y al carajo… setenta y tres modos de nombrarlo. (Carajo, claro, es el nombre “malsonante”, dice la Real Academia, del miembro viril). Sólo hay ocho nombres para la vulva… y no valen un carajo.
Así escribía el erudito Francisco Acuña de Figueroa (1791-1862), notable literato que versificó el himno del Uruguay y, extrañamente, también el del Paraguay. El hombre escribió treintaiún cuartetas endecasilábicas amorosamente rimadas. Éstas son las últimas cuatro de la tan admirable nomenclatura del pene: En fin, aquí termina mi trabajo / Si algún censor severo lo condena. / Que me eche un buen Carajo... en hora buena. / ¡Qué más quisiera yo, que un buen Carajo!
La Nomenclatura y apología del carajo (que se transcribe más abajo) se editó en Montevideo recién en 1922. El editor decidió que el opúsculo circulara privadamente. Lo bien que hizo.  

sábado, 9 de marzo de 2013

Flor de fango


En el barrio Cafferata, en un viejo conventillo, echao a los ojos el funyi marrón, botín enterizo, le cantó a la mina. Un domingo bailaron un tango. Me muero por vos, susurró. Y su almita arrastró por el fango. Ahora en la ventanita del cotorro sólo hay flores secas. 
Ventanita de arrabal, como casi todos los tangos, es una ópera en miniatura, una tragedia mínima en tres minutos.
No es esto lo curioso. Lo extraño es cómo Pascual Contursi coincide con los prejuicios del discurso hegemónico de la época. También él asocia la marginalidad (la marginalidad del tango, la marginalidad del conventillo) con la caída.
Véanse, si no, las declaraciones del diputado Juan Cafferata (el del barrio de casas baratas, precisamente):
El conventillo es una lacra. Allí habita la promiscuidad, germina la rebeldía, florece la tuberculosis, se disgrega la familia, se corrompe la niñez y naufraga la edad madura. Los conventillos son atroces. Las suciedades en contacto. El pudor y la independencia, imposibles. Las pasiones acechando pared de por medio en lucha y contacto cotidianos.
El conventillo es el foco de todas las ruindades. Como el del funyi marrón.

Ventanita de arrabal, 1927. Música, Antonio Scatasso. Letra: Pacual Contursi. 

sábado, 23 de febrero de 2013

Olor a bueno


El olor no es sólo una sensación, una combinación compleja de gases, vapores y polvos. Es también un fenómeno moral. Hay olores buenos y olores malos. Lo que huele bien es bueno. Lo que huele mal es malo.
El olor a limpio se confunde a menudo con el olor a bueno. Es lo que hace una antigua publicidad de 1910, el año en que la Patria cumple su primer centenario.
Se habla allí del brin blanco del uniforme de los frescos y limpios vigilantes del orden. La gente limpia es gente moral, “gente de orden”.
Claro que uno no debe ser sólo limpio, debe oler a limpio. Para eso está, claro, el jabón Reuter.

Desde que los vigilantes han estrenado su fresco uniforme de brin blanco, parece como que han ganado un punto de respeto en la consideración popular.
Es el efecto de la ostensibilidad de la limpieza. 
Esta circunstancia, al parecer vulgar, pero que no lo es en sus alcances morales, debería tenerse en cuenta por los que tienen en poco á la higiene y á la limpieza personal.
Una casa en la que al entrar en su patio ó galería, ya se nota el inconfundible perfume del jabón Reuter, ya impone también en el espíritu un sentimiento de respeto.
Allí hay gente aseada y como el aseo del cuerpo es casi siempre una consecuencia de la corrección moral, el espíritu establece rápidamente esta síntesis: “Esa familia que usa el incomparable jabón Reuter, debe de ser, no tan solamente una familia limpia y de buen gusto, sino también una familia honesta”.
El Jabón Reuter sirve, pues, hasta para carta de garantía en cuanto á las buenas costumbres de las personas.
Los “chafes” van muy aseados. Ojalá los “pibes” los imitaran para poder decir: “Estos chicos son gente de orden”. 

Caras y Caretas N° 594; febrero 19, 1910

martes, 29 de enero de 2013

La primera vi-reina

Anita se casa, pero no sabe que ese oficial algo zopenco que tiene al lado será virrey. Y que, por ende, ella será la primera vi-rreina criolla de este Río de la Plata marrón y traicionero*.
Es el 2 de junio de 1788. La iglesia, la de San Francisco. Las campanas al vuelo incomodan al aire. 
Los protagonistas: Ana de Azcuénaga (1770/1845) y Antonio Olaguer Feliú (1742/1813), en ese momento Inspector General de las Tropas y más tarde, en 1797, virrey del Reino del Río de la Plata. 
Pero hay más. Para empezar, el que oficia la ceremonia: nada menos que el obispo Manuel de Azamor. Casi seguro que le ayudó a ponerse la casulla dorada su secretario travestido, que se hace llamar Antonio de Ita aunque nació María y orina de cuclillas.
Y más aún. El padrino es Francisco de Paula Sanz, de quien se dice que es hijo bastardo de Carlos III y una princesa napolitana, pero son maledicencias. Lo cierto es que, dentro de no tanto, a fines de 1810, Miguel de Azcuénaga, el hermano de Anita, consentirá que lo fusilen en un paredón cualquiera. 
Las bodas, cuando son de campanillas, son un enredo de historias ocultas. 

* Hubo otras dos: Rafaela de Vera Muxica, que en 1801 casó con Joaquín del Pino, y Juana de Larrazábal, que en 1804 se desposó con el marqués Rafael de Sobremonte.