Por qué Historias con Lupa

Si uno le pone una lupa a una tela aparentemente lisa descubre nudos impensados, hilos desparejos antes imperceptibles. Lo mismo pasa con la Historia. Cuando uno la mira con una lente inquisitiva, aparecen las vidas privadas, las mezquindades y los heroísmos y, en el fondo silencioso, los deseos, esos que explican de verdad las conductas. Esto queremos aquí: mostrar las historias con minúscula, los hilos imperfectos pero espléndidos que forman el tejido de la Historia con mayúscula.

Pero hay también otro modo. Una historia, esta vez de lo más íntimo, el cuerpo, escrita con imágenes. Para eso hay que ir a www.imagenesdelcuerpo.blogspot.com.

sábado, 25 de mayo de 2013

El muy noble Señor Azcuénaga

Miguel de Azcuénaga (1754/1833)
Miguel de Azcuénaga era un jugador empedernido. Dejó fortunas en juegos ilícitos. No hubo retos ni amonestaciones que lo disuadieran de tan feo vicio.
No somos nosotros quienes lo decimos, sino don Vicente, su padre.
Es cierto que en el Buenos Aires tardocolonial, acaso por aburrimiento de tanto río y tanta pampa, todos jugaban. Se jugaba a las bazas, al truquiflor, a la veintiuna, a los bolos. Caballeros y los que no lo eran se jugaban la camisa, los calzoncillos y hasta los estribos si era necesario.
Pero, la verdad, pareciera que don Vicente exageraba un poco. Nos parece necesario, otra vez, hacer algo de historia mínima.
Los Azcuénaga eran riquísimos, sobre todo después de que don Vicente se había casado con María Rosa de Basalvibaso, una de las familias más acaudaladas de la villa. Vinieron los hijos y el clan fue creciendo.
No fue raro que el pater familias quisiese ennoblecerse fundando un mayorazgo, una disposición para perpetuar el lustre y decoro de mi familia. Así, su primogénito heredaría la mayor parte de sus muchos bienes, con lo que se consolidaría el linaje del vizcaíno.
No había inconvenientes. Entre los Azcuénaga no había judíos, ni moros, ni negros. Y en la foja de servicios de Miguel decía bien clarito: condición, noble. De ello dieron testimonio una serie de personajones, entre ellos Cecilio Sánchez de Velazco, padre de Mariquita Sánchez, y Pedro Díaz de Vivar, nuestro modesto campeador.
Todo era miel sobre hojuelas. Hasta que, de repente, don Vicente quiso revocar la donación. Que Miguel jugaba, que le contestó mal cuando se lo reprochó, que era un rebelde, que patatín que patatán.  
Sabía que la revocación no le caería bien a su primogénito. Por eso en su testamento advirtió:...si en la prosecución del pleito el referido don Miguel, mi hijo, se excede en palabras y razones injuriosas contra mi honor, fama y buena reputación, o quisiere temerariamente impedir el cumplimiento de mi última voluntad o pusiera estorbos o maquinase persecuciones contra mis albaceas a fin de que no cumplan con sus deberes... es mi voluntad desheredarlo.
El mayorazgo era una antigua institución que favorecía la reproducción social de los señores feudales, algo que poco tenía que ver con el capitalismo que asomaba en el horizonte. De hecho, en España mismo casi había caducado.
En el Río de la Plata, los comerciantes no fundaron mayorazgos sino que acrecentaron sus caudales casando a sus hijas con otros mercaderes. Es lo que hizo don Vicente, que casó a Flora con el acaudalado Gaspar de Santa Coloma, a quien nombró su albacea.
Miguel no aceptó el deseo del padre ni aun después de su deceso. Llevó a juicio su pretensión de primogenitura. Durante más de cinco años peleó vanamente contra su hermano Domingo y sus concuñados que, naturalmente, querían una repartición igualitaria de la herencia. 
Una década más tarde, el muy noble señor Miguel de Azcuénaga, que se creía con derecho al aristocrático mayorazgo, se convirtió en vocal de la democrática Junta que será conocida como la Primera. Toda una contradicción.