Por qué Historias con Lupa

Si uno le pone una lupa a una tela aparentemente lisa descubre nudos impensados, hilos desparejos antes imperceptibles. Lo mismo pasa con la Historia. Cuando uno la mira con una lente inquisitiva, aparecen las vidas privadas, las mezquindades y los heroísmos y, en el fondo silencioso, los deseos, esos que explican de verdad las conductas. Esto queremos aquí: mostrar las historias con minúscula, los hilos imperfectos pero espléndidos que forman el tejido de la Historia con mayúscula.

Pero hay también otro modo. Una historia, esta vez de lo más íntimo, el cuerpo, escrita con imágenes. Para eso hay que ir a www.imagenesdelcuerpo.blogspot.com.

sábado, 10 de agosto de 2013

Ponme la mano aquí

María Constancia Macorina Caraza Valdés o  
María Macorina Calvo Nodarse (1892/1977)
Está hecha de la espuma de las olas del Malecón de La Habana. Se alza sobre la ola de su leyenda, pero el viento se la lleva, la devuelve al mar y todo vuelve a empezar; un mito que, como todo mito, es circular.
María Constancia Valdés (1892/1977) se hacía llamar María Calvo Nodarse (No-darse, ella, que tanto se había dado).
Macorina, le decían, pero por error. Una noche, en el Paseo del Prado, un borracho la confundió con la cupletista Fornarina y con la boca pastosa gritó: ¡Ahí va la Macorina! Aquella equivocación le quedó para siempre.
Chavela Vargas dijo haberla conocido: “…una mulata hija de negra y un chino; un ejemplar femenino que solamente lo he visto en Cuba. Macorina tenía un color de piel exacto a la hoja de tabaco. Sus ojos eran verdes y tenía cabellos lacios que le llegaban a la cintura”. Mentira, la licencia de conducir (la primera que tuvo una mujer en la isla, por eso el Cundo la pintó en su descapotable) la muestra blanca blanquísima, con el pelo negro a la garçon.
Nada en la Macorina era cierto. Sólo su leyenda.
Se rumoreaba que era la amante del mayor general José Miguel Gómez, que tiene un fastuoso monumento en La Habana, como si los cubanos no pudieran olvidarse de aquel liberal que fue su segundo presidente. Tiburón, le decían porque en sus papeletas electorales rezaba: “Ya sea gente pobre o gente rica, / todos copian de un mismo refranero: / Se baña el tiburón, pero salpica”. El tiburón mordía del erario público, pero también salpicaba a sus acólitos.
Acaso por consejo de Macorina, el mayor general autorizó la riña de gallos en La Habana. Pero no era por sus recomendaciones que andaba con ella. Andaba porque al ver su “talle tan fino, las cañas azucareras se echaban por el camino para que tú la molieras como si fueras un molino”. Al menos eso escribió Alfonso Camín, que durante años fue famoso por la canción que cantó Chavela como ninguna (ver más información).
O tal vez porque al salón de Macorina concurrían los brujos de la Regla Kimbisa, de la religión de origen congoleño Palo Monte. Allí eran discretamente abordados por los políticos que necesitaban algún “trabajo”; quién sabe si el Tiburón no habrá encargado más de uno.
Aquella Dama de las Camelias tropical conoció la gloria corrupta de los haciendas de azúcar y la devastación de la vejez que disipó “aquel olor a mujer de mango y caña nueva”. Quedó en la miseria. Al parecer, terminó regenteando un burdel en la Marina.
Un verano de 1986, once años después de su muerte, tiraron sus huesos secos al osario común. No queda nada de ella. Salvo aquella estrofa célebre que en Sierra Maestra los guerrilleros habían cambiado: “Ponme la mano aquí, Macorina, para tapar la herida que me dejó la bala de la Revolución”. Ponme la mano aquí, Macorina.