Por qué Historias con Lupa

Si uno le pone una lupa a una tela aparentemente lisa descubre nudos impensados, hilos desparejos antes imperceptibles. Lo mismo pasa con la Historia. Cuando uno la mira con una lente inquisitiva, aparecen las vidas privadas, las mezquindades y los heroísmos y, en el fondo silencioso, los deseos, esos que explican de verdad las conductas. Esto queremos aquí: mostrar las historias con minúscula, los hilos imperfectos pero espléndidos que forman el tejido de la Historia con mayúscula.

Pero hay también otro modo. Una historia, esta vez de lo más íntimo, el cuerpo, escrita con imágenes. Para eso hay que ir a www.imagenesdelcuerpo.blogspot.com.

jueves, 11 de septiembre de 2014

La muerte de los héroes

La estatua de Sarmiento está como en
penitencia. Mira al Monumento de los
Españoles cuya herencia para él era la
causa de nuestros atrasos. Y, si estira
el cuello, ve a su archienemigo, Rosas,
en su espléndido caballo de bronce.  
 
Se fue a morir al Paraguay. Hablaba de sí en tercera persona, como un héroe muerto. “Un techo para Sarmiento”, le había pedido al presidente paraguayo. Y, antes de irse de Buenos Aires, había regado la hiedra de su tumba.
Tuvo su canto del cisne. Pero, en la víspera, al decir del médico, tenía la mirada inerte, las orejas lívidas y transparentes, la respiración fatigosa. A la noche, su hija Faustina le acomodó una cobija en el sillón de lectura para darle algo de calor a la sangre que fluía con demora. Tenía las piernas heladas, blandamente hinchadas.
“Siento que el frío del bronce me invade los pies”, le dijo a Faustina. Fueron sus últimas altivas palabras. Domingo Faustino Sarmiento murió a las dos y cuarto de la madrugada del 11 de septiembre de 1888.
Once años antes, en Southampton, agonizaba Juan Manuel de Rosas. Su hija Manuelita le preguntó: “¿Cómo le va, tatita?” El viejo no estaba para engreimientos. Turbado por esa muerte que no entendía, dijo, también él, sus últimas palabras: “No sé, niña”. 

domingo, 17 de agosto de 2014

Nací para ser cornudo

¡Pueblos! ¿Os desengañaréis? Litografía coloreada, circa 1820
San Martín, ese tigre que quiere sangre y corona, pisa la 
cabeza cercenada de sus enemigos. Entre ellos Pablo 
Murillo, el brillante y hermoso oficial que, dicen las 
malas lenguas, tuvo amores con María de los Remedios. 
“… nací para ser un verdadero cornudo”. Así le escribió José Francisco de San Martín a su amigo Tomás Guido.
Para algunos esta frase es un claro indicio de la infidelidad o, cuanto menos, de un flirteo indiscreto, de María de los Remedios. 
No por nada, murmuran, el general había alejado intempestivamente del teatro de la guerra a esos dos brillantes y hermosos oficiales, Pablo Murillo y Joaquín María Ramiro. Si hasta los hizo rapar. Semejante degradación sólo se explicaría porque los mozos frecuentaban con exceso el salón mendocino de la mujer de San Martín.
Algunos escribas contemporáneos no dudan de los cuernos sanmartinianos. Copian alegremente aquello de nací para ser un verdadero cornudo. No falta quien mutila la frase para que sea más contundente. Nací para ser un verdadero cornudo.
La carta de marras está fechada el 24 de abril de 1819. Hacía nueve días que el ministro directorial de Guerra, Matías Irigoyen, había ordenado replegar al Ejército de los Andes para combatir al levantisco Artigas en vez de invadir el Perú. Tenía razón San Martín: era “un modo sumamente político de separarme del mando”. Al día siguiente, elevó su renuncia a Juan Martín de Pueyrredon, el amigo que le estaba flaqueando.
Todos los amigos "me han sido infieles", dijo San Martín: un cornudo.
El general no echó a nadie, mucho menos mandó a rapar a nadie. Los “brillantes y hermosos oficiales” llegaron a Mendoza desde Chile, donde habían pasado dos años, el 27 de abril de 1819. Remedios se había ido a morir en Buenos Aires justo un mes antes de que llegaran. No hubo oportunidad de romance alguno. Pero se sigue escribiendo sobre ese pecado imposible.
San Martín, que no temía a los godos, hubiera temido tanto plumífero indocumentado. 

miércoles, 9 de julio de 2014

El 10 de julio de 1816

La Casa de Tucumán fue la dote que
recibió Miguel Laguna cuando desposó a
Francisca Bazán. Blancas las paredes y
azul Prusia las puertas, su único adorno
eran las columnas torsas. Para el baile
hubo que correr las sillas que habían
prestado los curas de San Francisco.
La Independencia de las Provincias Unidas en Sud América se declaró un martes a las dos de la tarde. A la nochecita, el general La Madrid, valiente de valientes pero feo como un cuco, ya estaba organizando el baile para el miércoles.
No había mucho qué hacer en San Miguel del Tucumán, apenas una posta del Camino Real a Lima. Eran, como mucho, cinco mil vecinos. Un poco más allá de la Plaza Mayor, en la que pastaban las mulas, las casas iban raleando hasta desaparecer en la ronda.
Por eso el baile del 10 de julio de 1816 fue memorable. Arcadio el Tuerto Talavera contaba que había sido un baile blanco, de puras niñas “imberbes”. Don Arcadio, a la sazón un mocito de quince años, no había visto bien. Las niñas eran cualquier cosa menos “imberbes”.
El baile fue abierto por Belgrano, que sacó de su tímida silla a Solana Cainzo. La Solanita era una lindísima tucumana de diecinueve años. Pero más lo era María de los Dolores Helguero, una quinceañera con unos ojos así de grandes. El general, que tenía cuarenta y seis recién cumplidos, no permitió que bailara con otro en toda la noche. Le dio palabra de casamiento y, como eso habilitaba cierta intimidad en el trato, la niña quedó embarazada. Así nació Manuela Mónica del Corazón de Jesús Belgrano, que se parecía al general como dos gotas de agua.
Volvamos al baile. La Solanita se pasó la noche ruborizada, no tanto por la danza como por las cosas que le decía el altoperuano José Mariano Serrano. El diputado por Charcas, dicen, era alto, delgado, de rostro fino, enmarcado por larga patilla oscura. La muchacha quedó con calores por unos cuantos días.
Finalmente, se casaron, pero él regresó al Alto Perú. Con los años, Solana, aquella niña de piel de jazmín, pedía que la emplearan como doméstica a cambio de una habitación, no importaba lo pequeña que fuera. Había quedado en la indigencia. ¡Ah, aquel baile del 10 de julio de 1816!

viernes, 20 de junio de 2014

Band of brothers

Siendo preciso enarbolar bandera 
y no teniéndola, la mandé
hacer celeste y blanca. 
Manuel Belgrano, febrero 27, 1812
Belgrano-creador-de-la-bandera. Es casi un estereotipo. Pero ¿creador de qué? De un sentido. Por entonces las tropas patrias usaban escarapelas de distinto color, de manera que casi eran, decía Manuel, “una señal de división”. Era necesario un símbolo de unión: la escarapela precursora, la bandera después.
Bandera deriva de banda, “grupo de gente armada”, que a su vez viene del término gótico bandwo, “signo”, que designa el estandarte distintivo de una banda. Curiosamente, la palabra bandera alude no sólo al signo que distingue a una banda sino también a la banda misma. Es más, así se llamaba a las compañías que formaban los antiguos tercios españoles.
De manera que la bandera es un signo que identifica a una banda, una parte. Pero que la separa de otra. La bandera es también una ruptura.
Manuel era conciente de ello. Debe haberse sentido lo suficientemente confiado en sí mismo. Tanto como para matar figuradamente al rey de España, ese padre simbólico. Otros se sentían menos seguros: el gobierno le mandó “haga pasar como un rasgo de entusiasmo el suceso de la bandera blanca y celeste enarbolada, ocultándola disimuladamente”.
¿Cómo fue que Belgrano se animó a la creación a la que otros ni siquiera se animaron a consentir? ¿Cómo fue que este hijo de uno de los comerciantes más ricos de la época llamó patria a la tierra que no era la de sus padres?
Tal vez la clave sea el padre. Don Domingo (Domenico, porque era natural de la Liguria italiana) lo mandó a la España peninsular a que, junto a su hermano Francisco, “se instruyan en el comercio, se matriculen en él y se regresen con mercaderías”. Habría de ser comerciante, como su progenitor.
Manuel no hizo nada de eso. Prefirió la doctrina económica a los latines de Salamanca y, en vez de volver comerciante, regresó economista.
Nadie sabe por qué desoyó el mandato paterno. Acaso tuvo en cuenta que, si se quería hacer dinero en las Indias era necesario ser comerciante, pero que más valía otro oficio si se quería disfrutar de él. Acaso el hijo rehusó el riesgo que finalmente quebrantó al padre.
En efecto, cuando Manuel era un mozo de dieciocho años, don Domingo se vio involucrado en una causa por desfalco. También había cometido algunas irregularidades en la administración de la Hermandad de Caridad, de la que era tesorero.
El caso es que el padre de Manuel sufrió arresto domiciliario, le embargaron la casa y el almacén, lo llenaron de deudas que caerían, impagas, sobre los hombros de sus herederos.
Los Belgrano no eran una familia cualquiera. Eran un clan que se formaba con los Castelli (Juan José era primo de Manuel), con los Las Heras. Una familia viva, en el sentido que supo elaborar el trauma del procesamiento al pater familiæ. En vez de paralizar a sus miembros, las dificultades parecen haber tenido efectos movilizadores sobre ellos, al menos sobre Manuel.
Así, Manuel no tomó el mandato paterno como una condena, sino como una alternativa. La elección final no fue completamente opuesta a la familiar, sin embargo. Su inclinación por la economía política fue una forma de sublimar la práctica comercial de don Domingo. Pero también de cuestionarla, de trascenderla, de ponerla en proyecto.
El final de ese camino elegido es, de algún modo, la creación de la bandera. La creación de un sentido, ahora sí, radicalmente nuevo. Un signo blanco y celeste de las diferencias ya irreconciliables con España, con la patria de los padres.

domingo, 25 de mayo de 2014

¿De qué se trata?

El primer monumento nacional fue la pirámide 
erigida en 1811 en homenaje al 25 de mayo del 
año anterior. Aquí se la ve en su antiguo 
emplazamiento, frente a la Catedral, 
el día en que la altiva Buenos Aires 
juró su propia Constitución, en 1854.
Hace exactamente 178 años, Juan Manuel de Rosas convocó al cuerpo diplomático en el Fuerte para celebrar el 25 de mayo. El discurso del Restaurador fue histórico de verdad, puesto que hizo una particular interpretación del 25 de mayo que él había vivido a sus diecisiete años.
Aquella gesta, dijo, no fue para “sublevarnos contra las autoridades legítimas constituidas, sino para suplir la falta de las que, acéfala la Nación, habían caducado de hecho y de derecho. No para sublevarnos contra nuestro soberano, sino para conservarle la posesión de su autoridad de la que había sido despojado por un acto de perfidia. No para romper los vínculos que nos ligan a los españoles, sino para fortalecerlos más por el amor y la gratitud, poniéndonos en disposición de auxiliarlos con mejor éxito de su desgracia. No para introducir la anarquía, sino para preservarnos de ella…”
Para el Restaurador, lo de Mayo fue un acto heroico para eludir la anarquía de una España acéfala. No fue precisamente una revolución porque no estaba dirigida contra la monarquía.
Juan Bautista Alberdi mojó su pluma de desdén para contestarle: Rosas “no conoce la historia del país, o bien la quiere mal”. “Presentó a la Revolución como un paso de fidelidad, de subordinación colonial hacia la dominación de Fernando VII, y no como una insurrección de libertad y de independencia americana”.
Para el constitucionalista, el 25 de mayo había sido desde el vamos una gesta independentista y republicana inspirada en la Revolución Francesa que, por añadidura, contenía los gérmenes de un régimen representativo y federal.
Rosas, el primer revisionista. Alberdi, el primer liberal. Distintos modos de hacer uso de la historia.

jueves, 1 de mayo de 2014

Hoy, hace 105 años

La masacre obrera del 1° de mayo desató una prolongada huelga
general que hizo hocicar al presidente Quintana. Era la primera vez
que un gobierno cedía a los reclamos obreros.  
Hubo un tiempo en que el 1° de mayo era un día de celebración del trabajo porque así lo querían los trabajadores que, sencillamente, paraban. 
El 1° de mayo de 1909, hace 105 años, sólo funcionaban los tranvías. Era necesario que los anarquistas de la Federación Obrera marcharan hacia la plaza Lorea, cerca del Congreso. Caminaron por Entre Ríos flanqueados por una doble fila de vigilantes con cara de pocos amigos, los revólveres al descubierto. El despliegue era inusitado: 120 agentes para vigilar a 500 trabajadores; 1 cada 4. Sin amedrentarse, de tanto en tanto, uno de los manifestantes se subía a una columna de alumbrado y arengaba a los compañeros.
A las tres menos cuarto en punto de la tarde, se oyeron los primeros disparos, disciplinados. Y más y más. Alguien dijo que vio cómo los policías detenían una ambulancia que circulaba por la calle Victoria (Hipólito Yrigoyen) y arrojaban a la vereda al muerto, no fuera a ser un truco de los anarquistas. El muerto dio con la cabeza en el cordón y quedó allí, abandonado de cualquier otra cosa que no fuera su propia íntima muerte.
Cuando el sagrado humo de la pólvora se disipó, se contaron once fallecidos y ochenta heridos. Esta triste contabilidad no inmutó al jefe de policía, el coronel Ramón L. Falcón.
Consultado por el diario La Argentina, declaró  que la experiencia había demostrado que ya no cabían métodos suaves con aquellos díscolos. Y que, en verdad, los anarquistas habían sido los promotores de la masacre. “De ellos partió el primer tiro. La policía no podía menos que defenderse…” Sic.

lunes, 14 de abril de 2014

Soldaditos

Los chicos, nos dicen, juegan a los narcos. Merca y desvarío. Bunker y violencia. La cultura del narcotráfico pone sus huevos pestíferos.
No es raro. Cuando juegan, los chicos recrean un mundo, el mundo de los grandes, para poder aprenderlo. Y, si el mundo es la droga exitosa, lógicamente juegan a la transa.  
Siempre fue así. En 1806, los chicos jugaban a la Reconquista.
A las autoridades coloniales no les gustaba nada. Tanto, que el Regente hizo leer este bando con pífanos y tambores:
“Por cuanto ha acreditado la experiencia, las frecuentes desgracias que ocasiona el abuso introducido por varios jóvenes y personas de menor edad de todas clases, de juntarse, e imitar por vía de distracción y juego, el ataque y Reconquista, usando en él de pólvora, balas, piedras y palos, con que se ofenden gravemente y exponen a otros a igual daño; y siendo urgente preciso cortar de raíz tal desorden, que influye también en partidos y enemistades entre los individuos de diversos barrios o cuarteles; ordeno y mando a los vecinos y habitantes de mi jurisdicción, y principalmente a los padres, tutores, amos o encargados de las indicadas personas dedicadas a tan perjudicial juego, cuiden de separarlas de él…”
Jugar a la Reconquista no era más que un reflejo de la militarización de aquella sociedad en pie de guerra.  

miércoles, 19 de marzo de 2014

Crimea y las bombachas

Los porteños estaban fascinados con la Guerra de Crimea (1853/1856). No había nada más romántico que aquella carga de la brigada de caballería ligera que, más que el heroísmo de los caballeros británicos, denunciaba la estupidez de sus generales. No pensaban mucho más. Aquí no llegaba el New York Daily Tribune en el que Karl Marx encontraba que, después de todo, los países capitalistas con sus conflictos ejercían cierta acción “civilizadora” sobre los “países bárbaros”.
Lo que no sabían era que Juan Bautista Alberdi estaba haciendo de las suyas. La Confederación Argentina lo había enviado a Europa con el propósito de bloquear las pretensiones de autonomía del Estado de Buenos Aires. El tucumano logró que Gran Bretaña y Francia retiraran sus diplomáticos acreditados en territorio bonaerense y reconocieran la soberanía del gobierno de Paraná. Francia acreditó ante él al ministro plenipotenciario Charles Lefebvre de Bécour.   
No más llegar, Monsieur de Bécour le comentó a Justo José de Urquiza que la paz en Crimea había producido grandes rezagos de guerra. No se refería a los fusiles con cañones estriados, una novedad que había hecho la delicia de los ejércitos aliados. No, era algo más sencillo: habían sobrado cien mil pantalones de esos anchos, que usaban los zuavos. Era una oferta que el entrerriano no pudo resistir. A cambio de los cien mil bombachos, sólo tenía que mandar unos cueritos, algunas toneladas de carne salada y otros productos del país.
No sabemos cómo hizo la Confederación para distribuir los benditos cien mil pantalones. Lo cierto es que desde entonces los peones de estancia abandonaron los incómodos chiripás y adoptaron definitivamente las bombachas. Cosas de la modernidad. 

sábado, 25 de enero de 2014

Los rayos de siempre

¿Cómo evitar ser alcanzado por un rayo? Lo primero es averiguar si uno tiene preservativos. (Para no dar lugar a equívocos: cuando decimos preservativos decimos “pararrayos”). Si no los hay, es bueno sentarse en medio de la habitación en que uno se halla, un pie sobre otro. O, mejor todavía, tender un colchón doblado en dos en medio de la pieza, poner encima la silla y sentarse, siempre con un pie sobre el otro. 
Al menos esto aconsejaba Benjamin Franklin, que de esto sabía un montón.
En la noche del jueves 20 de mayo de 1802 hubo una tormenta eléctrica de aquéllas sobre Buenos Aires. De modo que el Telégrafo Mercantil creyó oportuno publicar un resumen de un muy erudito opúsculo de don Franklin:
"El que tiene miedo á las tempestades y està en un lugar en que no hay preservativos contra los efectos de este metéoro, quando sobrevenga una tormenta lo que debe hacer es apartarse mucho de las chimeneas, de los espejos de las maderas doradas, de los quadros si tienen dorados los marcos. Lo mejor de todo es ponerse en medio del quarto (como no haya colgado del techo con una cadena alguna araña ó farol) sentado en una silla, un pie sobre otro. Todavia es mas seguro tender en medio de la pieza un colchon, doblado en dos y poner encima las sillas. Estos colchones no llamando la materia del rayo como las paredes, no preferirá interrumpir su curso pasando por medio del ayre del quarto y los colchones, quando puede seguir la pared, que es mejor conductor.
Pero, asi concluye Franklin esta obrilla, quando hay (...) proporcion de tener una hamaca ( que es un lecho suspendido con cuerdas) colgada con cordones de seda, ó de lana, ó de pelo, à igual distancia del techo, del suelo y de las paredes del quarto, se ha logrado quanto se puede desear> deséar para la mayor seguridad en qualquiera pieza que sea, y lo que realmente se puede mirar como mas à proposito para ponerse à cubierto de todoriezgo de parte del rayo".
En resolucion, el Editor, avisa segun las observaciones de Franklin "el agua y todos los metales son buenos conductores de este fluido; y tambien otras substancias, como la madera y otros materiales empleados en los edificios, siempre que contengan cierta porcion de partes aquosas = el vidrio, la cera, la seda, la lana, el pelo, las plumas y aun la madera muy reseca, no pueden servir de conductores para transmitir este fluido; esto es, en lugar de facilitar su paso, le resisten ó se le oponen”. 
Esta nota se escribió hace más de doscientos años. No hay nada nuevo bajo el sol. Bah, bajo las tormentas. 

martes, 21 de enero de 2014

Cómo abandonar a los bebés

Es una caja con una ventanilla. Uno la abre cuidando que nadie lo vea, deposita el bebé, cierra la ventanilla, oprime el botón y se va. A los diez minutos (tiempo suficiente como para poder alejarse tranquilamente), suena una chicharra y el servicio de asistencia social pasa a retirar el niñito.
Hay baby boxes, cajas incubadoras, en Pekín y en Xi’an y en Nanjing. Pero también en Alemania, en Austria, en la India y en Paquistán. Tienen sus bondades. Es mejor que tirar los chicos en la letrina o en cualquier tacho de basura. No sólo no se mueren de frío, tampoco se los devoran los perros o las ratas.
Algo de esto pasaba en el Buenos Aires colonial. Hasta Carlos III se horrorizó porque un día hallaron en el Barrio de San Miguel dos criaturas, comida la una, sin resto de otro fragmento que un brazo que tenía un perro; y la otra roída hasta las caderas. No era la primera vez, ya se habían encontrado y otros dos niños, uno arrojado a un albañal que murió, y otro comido por los cerdos.
De allí que Vértiz creara la Casa Cuna y con ella un dispositivo del secreto y el honor de las solteras y las menesterosas: el torno, un armario cilíndrico de madera instalado en un hueco del muro, que giraba sobre un eje y que permitía pasar niños desde la calle nocturna al interior del instituto sin que se viera la madre furtiva.
El torno de los niños expósitos (de los expuestos, los puestos afuera de la sociedad) giró y giró hasta el invierno de 1891.Fue entonces cuando el higienista Emilio Coni lo juzgó aparato indigno de una sociedad culta.
Más de cien años después, las baby boxes replican el torno, aquel dispositivo del abandono. Pero no se crea que es cosa nueva.
Los griegos cuentan que Pasífae, la esposa del rey Minos, tuvo amores con un toro de Creta. De ese tumulto de oscuridades nació Minotauro; hombre y toro en un mismo cuerpo, un monstruo que nadie debía ver.
Para ocultar su vergüenza adulterina, Minos le encargó al gran arquitecto Dédalo que construyera un laberinto, una confusión de calles y encrucijadas destinada a confundir a quien se adentre en él hasta serle imposible la salida. Algo así como un torno. O como una baby box.