Por qué Historias con Lupa

Si uno le pone una lupa a una tela aparentemente lisa descubre nudos impensados, hilos desparejos antes imperceptibles. Lo mismo pasa con la Historia. Cuando uno la mira con una lente inquisitiva, aparecen las vidas privadas, las mezquindades y los heroísmos y, en el fondo silencioso, los deseos, esos que explican de verdad las conductas. Esto queremos aquí: mostrar las historias con minúscula, los hilos imperfectos pero espléndidos que forman el tejido de la Historia con mayúscula.

Pero hay también otro modo. Una historia, esta vez de lo más íntimo, el cuerpo, escrita con imágenes. Para eso hay que ir a www.imagenesdelcuerpo.blogspot.com.

sábado, 22 de abril de 2017

La primera entradera


Ahí están. Justo cuando uno viene por Córdoba y cruza hacia la 9 de Julio. 
Tienen como 150 años. Allá por 1870, esas fuentes supieron estar en la Plaza de 
la  Victoria.  No echaban agua como ahora porque no había agua corriente. 
Pero estaban rodeadas de farolitos de gas,  un signo de los tiempos modernos. 
James Bevans, el ingeniero inglés  abuelo de Carlos Pellegrini, hubiera estado 
contento. Él fue el primero  en iluminar el centro histórico con gas hidrógeno 
en 1800 y veintitantos.

Callao y Córdoba era un desierto. En la zona no había más que quintas aisladas. La que alquilaba James Bevans tenía más de dos cuadras de frente, ninguna calle la dividía en manzanas. De vez en cuando había alguna hilera de tunas que pretendía, sin lograrlo, marcar los límites entre las propiedades.
Era el verano de 1835. Las estrellas se estaban quietas, ahogadas en la Vía Láctea. Priscilla, la mujer de James, había hecho pudding con gusto a su Birmingham natal. Hacía mucho calor, de modo que abrieron de par en par las puertas que daban al patio. A las siete y media, se sentaron a comer.
De repente, unos hombres emponchados con las caras cubiertas irrumpieron en la casa. Uno de ellos se arrojó, cuchillo en mano, sobre James y, de un solo tajo, le cortó los faldones de la casaca donde el hombre llevaba un par de pistolas.
Los ataron a las sillas, los codos pegados. A todos menos a un chiquilín de doce años que, de casualidad, estaba en una pieza contigua.
Vaciaron el contenido de las cómodas y los armarios en ponchos, colchas y hasta en el forro de algún colchón. El botín era jugoso.
Mientras tanto, el chico escapó por un ventanuco. Corrió cinco, seis cuadras hasta la quinta más próxima. Entre discusiones y titubeos se armó un grupo de valientes: el capataz, un peón, el sirviente y el alcalde, que vivía enfrente. Y allá fueron.
Cuando llegaron sólo pudieron soltar a los demudados Bevans. Los maleantes habían tenido tiempo de hacer sus atados y perderse en la noche. Nunca los encontraron.